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jueves, 29 de abril de 2010

Permanencias y rupturas en el territorio y la organización política en México, 1786-1835

En las actividades académicas del Congreso Nacional Estado–Nación en México: Independencia y Revolución 1810-1910, que se lleva a cabo en el auditorio del Centro Cultural Jaime Sabines del 26 al 30 de abril, se dictó la conferencia magistral titulada: “Permanencias y rupturas en el territorio y la organización política en México, 1786-1835” presentada por el Dr. Hira de Gortari Rabiela.


El conferencista es Doctor en Historia por parte de École des Hautes Études au Sciencies Sociales en París, Francia, es investigador titular de tiempo completo en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, además es Investigador nacional desde 1984.

Gortari, en su conferencia, mencionó que uno de los componentes fundamentales de la nación es el territorio y de cómo el sistema político organizó al estado. Hizo énfasis en las intendencias establecidas en España y Nueva España, además de la importancia que tuvieron las ciudades para organizar y mantener el control en éstas. Posteriormente resaltó el proceso evolutivo del territorio en México: monarquía absoluta-monarquía constitucional-sistema federal. Para finalizar afirmó que hubo una permanencia de división del territorio en nuestro país y que la cartografía ha jugado en papel importante en la dicha división.

Terminada la conferencia, acudimos a entrevistar al ponente para conocer su opinión acerca del Congreso. El aspecto que más le llamó la atención fue ver la asistencia de jóvenes interesados por el tema y la sana competencia que se está dando entre universidades públicas y privadas en el estado.

De la misma manera, les seguimos haciendo una atenta invitación para asistir al Congreso Nacional de Historia.

Matza Isabel Tobilla Pérez
Víctor Manuel Clemete Gómez
Lizbeth Ortiz Rodríguez

sábado, 24 de abril de 2010

Comentarios

SOBRE LOS POEMAS DE GABRIELA BUSTOS VADILLO


Iván López

La escritura de Gabriela Bustos nos habla con un lenguaje poético, expresivo y suculento que permite a la mente imaginar sucesos, donde ella expresa sin inhibiciones, y al mismo tiempo con gran libertad de pensamientos, su manera de pensar poéticamente, por supuesto.
El poema “Metonimia”, en un lenguaje tan poético y pasional, nos expresa los placeres satisfactorios, tan deseables de esta vida, ahí podemos encontrar el significado de la pasión, analizarla y al mismo tiempo reflexionarla, este lenguaje es tan súbito, mezclado con una gran decencia y pasión, al mismo tiempo llegando a un clímax textual, mezclando las emociones humanas.
El poema “Bellas de la noche”, habla del estilo y de la vida de las prostitutas, expresado en un lenguaje práctico, fino, usando comparaciones donde describe sus vidas; basándome en el poema, puedo decir que su escritura es tan inteligente y veraz que no tiene igual, nos muestra que no todas las emociones son satisfactorias, ya que unas se tienen que hacer su trabajo por necesidad y no por placer.
El poema “Sin preámbulo” nos habla con un lenguaje controversial, como el que utilizan los jóvenes de ahora, ya no buscan encontrar el amor verdadero, si no que actualmente, solo se fijan en la pasión carnal. Este poema es tan directo y específico, que define con gran elegancia la emoción, nos muestra el modo de pensar de los jóvenes de hoy día.

La escritora Gabriela Bustos nos habla con un lenguaje tan glamoroso, explicito, que con cada uno de sus poemas, nos hace analizar y reflexionar, todos los placeres que la vida nos otorga. Gracias Gabriela.

Fuente consultada: Sinapsis. Creación y mundo. Página de internet: http://www.sinapsisediciones.com/index.php?option=com_content&view=article&id=86:poemas&catid=37:creacion&Itemid=78.

miércoles, 21 de abril de 2010

Ej jaguar 4

Dicen que para bien morir El jaguar vive a plenitud. Juega con la muerte, quien lo acompaña todo el tiempo justo en su hombro.

Cuando El Jaguar se harta de vivir, busca un rincón de Selva y en él se sienta a esperar su hora.

También se sabe que cuando El jaguar empieza a morir, entrevé un río de flores y en su lomo un ojo entrenado las verá aparecer.

sábado, 17 de abril de 2010

Luis Alaminos Guerrero y Chiapas

Hace poco menos de dos meses se cumplieron 10 años de la desaparición física de Luis Alaminos Guerrero. Un personaje importante en la historia reciente del estado. Sobre todo en el área de las artes. Poco estudiada la influencia de él y de su obra, hoy, para recordarlo, presento una muy breve reflexión en torno a un tema que le fue importante en su creación: Chiapas y su gente.
Alaminos Guerrero se formó profesionalmente en las artes plásticas, especialmente en la pintura. Después, se involucra en el teatro, aprende en la práctica al lado de personajes relevantes del escenario nacional.
A su llegada a Chiapas hace las veces de profesor y creador en artes plásticas y ejerce en el teatro, ambas actividades las realizó los últimos cuarenta y cinco años de su vida. Del teatro, será en otra ocasión que hablaré puntualizando algunas cuestiones específicas.
En este breve texto, tan sólo abordaré la pintura, y me centraré en un detalle,en los rasgos de sus personajes preferidos, las mujeres y hombres de Chiapas.

Luis Alaminos vivió en Chiapas más de cuarenta años, casi toda su vida. Quienes saben de él, reconocen el sentido social que le imprimió a su actividad creativa. Por eso, no es extraño que en su obra el estilo se acerque al expresionismo, sobre todo para transmitir emociones de angustia, soledad, sufrimiento que, en su obra, son elementos de denuncia. Pero no siempre se enfocó a cuestionar al sistema, ni a la injusticia, también se acercó a la identidad local. prueba de ello son las caraterísticas que decide tengan los personajes presentes en sus cuadros.

En los personajes femeninos, sean temáticas poéticas como en "El velo" -que vemos arriba de este párrafo-, o en motvios mitológicos como en la obra "Los gemelos Hunahpu e Ixbalanqué del popol Vuh", las mujeres tienen rasgos físicos de la población local, especialmente de Tuxtla Gutiérrez, ya se ven los acentos indígenas de pómulos resaltados, o los característicos rasgos mestizos: cabello "colocho", labios gruesos, pómulos resaltados y ojos razgados. Por supuesto que algo tienen de retrato, pero no lo son, no tiene la intención de ser la imagen de una persona específica, sino la persona que sintetiza a un conjunto, a una grupo social.

Don Luis agrega valores personales como el color, casi siempre cargado hacia el azul con su variedad de tonos y matices, presenta desnudas o semidesnudas a las figuras aunque el motivo sea un hecho cotidiano como la venta de pozol. Los tipos, refuerzan eso que se dijo en el homenaje póstumo que recién se le organizó: Luis Alaminos Guerrero fue chiapaneco, tuxtleco dos veces, por residencia y por decisión propia.
Así se ve en sus cuadros, porque el arte también es un medio para transmitirnos información. Ésta espera a los ojos que la preciben, a la mente que la interpreta y al corazón que la valora emocionalmente.

domingo, 11 de abril de 2010

El jaguar 3

El Jaguar

Dice la Luna que sólo hay una manera de arrullar a un Jaguar: Con un árbol verde como sólo el verde de la Selva puede ser en primavera.
Ahí, El Jaguar encontrará su justo molde y, con el murmullo de las hojas al acariciar el viento, ensoñará el paraíso.
Lo crucial de este árbol es que su follaje esté repleto de hojas, saturado, para que El Jaguar encuentre la noche en el día y en el día

a la Luna.

viernes, 2 de abril de 2010

La Pasión a la mexicana, según versión de Leñero

El evangelio de Lucas Gavilán. Paráfrasis del Evangelio de San Lucas.


Vicente Leñero.

Camino del Calvario. La Crucifìxión. Jesús en la cruz ultrajado. El “buen ladrón”. Muerte de Jesús. Después de la muerte de Jesús (23, 26-49)

Lo sacaron de la celda, alguien le robó su chamarra, y a empujones lo metieron en una camioneta panel. Era otra celda más, rodante y sucia. La única luz le llegaba por un par de ventanillas enrejadas, abiertas en la parte superior de las puertas traseras.
Con Jesucristo viajaban dos presos y dos policías uniformados, uno de éstos chimuelo. Los cinco iban sentados sobre el piso trepidante.
Apenas la camioneta se puso en movimiento, el preso que tenía el cabello hasta los hombros preguntó al policía chimuelo:
-¿A dónde nos llevan mi cabo, se puede saber?
-A la chingada -respondió el policía.
El compañero del preso, un hombre chato de piel cetrina, soltó una risotada y comentó con sarcasmo:
-Cómo ha progresado la educación de la autoridad, ¿no te parece?
-Cállese pendejo -gritó el policía amagando con el puño un golpe que no tenía intenciones de lanzar.
-No se enoje, mi cabo.
- ¡Cállese!
La tos de Jesucristo llenó el silencio provocado por el grito del policía. Desde que estaba en la celda de la procuraduría de Toluca había empezado a sufrir aquellos accesos interminables: parecía como si de un momento a otro fuera a arrojar las vísceras y el alma misma; terminaba ahogándose, sangrando por la boca, sacudido por los escalofríos. Después: la respiración jadeante, fatigosa.
-Carajo compañero, se está usted muriendo -dijo el de la piel cetrina-. ¿Pues qué le hicieron?
-¿No ves, buey? -dijo el del pelo largo-. Trae una madriza de días, ¿o no?
Jesucristo asintió tratando de sonreír.
-Por ésas tú nunca has pasado m’hijo -continuó el de pelo largo.
-Tú qué sabes.
-Bueno, yo no. El día que me chinguen así me cai que me muero.
-Son unos hijos de su pelona.
-No saben lo que hacen -dijo Jesucristo.
Seguramente circulaban por una calle de mucho tránsito porque la camioneta frenaba a cada rato y por momentos se mantenía largo tiempo inmóvil. El ruido de autos y camiones, algunas veces, silbatazos, gritos, llegaban hasta el cajón de la panel como desde un mundo lejano al que los prisioneros tardarían en regresar, o no: a lo mejor no verían nunca más las calles, los edificios, los parques, los mercados, la gente moviéndose en libertad.
El hombre del cabello largo se había soltado a hablar como una tarabilla. Contaba a Jesucristo cómo se asoció con su compañero para dedicarse al robo, y cómo los agarraron al mes de iniciado un negocio que pintaba muy bien: asaltaron una gasolinería, y cómo uno de los empleados se resistió a lo tarugo, se lo llevaron por delante de un balazo. No era la primera vez que estaban presos; cada quien por su lado y en su tiempo habían pasado desde muchachos por tribunales para menores, correccionales, cárceles. El de la piel cetrina tenía tres muertes en su contabilidad y él solamente una; ahora dos con la de ese buey, dijo sonriendo.
-¿Y tú? ¿A ti por qué te agarraron, qué hiciste?
La fatiga impedía hablar a Jesucristo. Sudaba a chorros y los accesos de tos se le presentaban cada vez más seguido. Meneó la cabeza en lugar de responder al del pelo largo.
-¿Cómo te llamas? -preguntó éste.

-Jesucristo Gómez.

El de la piel cetrina peló tamaños ojos. Enderezó la espalda y dobló las piernas como escuadras, a la manera yoga:
-¿De veras tú eres Jesucristo Gómez‘? No me digas, carajo, mira qué cosa.
-¿Lo conoces? -preguntó el de pelo largo.
-Lo oí hablar una vez en Iztapalapa.. . Anduviste por Iztapalapa, ¿verdad?
Jesucristo movió afirmativamente la cabeza.
-Si me acuerdo rete bien.. . Pero no eres ni tu sombra, cabrón, qué jodido estás.
-¿Era merolico?
-Más o menos -dudó el de la piel cetrina.
-¿Y qué vendía‘?
-No, no vendía nada. Hablaba de justicia y de quién sabe cuántas chingaderas. Se soltaba duro contra las autoridades, ¿no es cierto‘?... Pero lo hubiera visto cómo hablaba de recio y de encabronado. Y la gente, pendeja como siempre, se quedaba con la bocota abierta nomás oyéndolo. Los dejaba lelos. ¡Puta, hasta a mí me impresionó!
-¿Y por eso te agarraron?
El de la piel cetrina no dio tiempo a que Jesucristo se esforzara en responder:
-Pero ya viste para qué chingaos te sirvió tanto discurso.
-Tú qué sabes -protestó el del cabello largo.
-Le sirvió para una pura madre, cómo no voy a saber.
¿No lo estoy viendo? A poco, no, Jesucristo: hablabas de salvar a los jodidos y ni siquiera tú te pudiste salvar.
Un acceso de tos más breve que los anteriores interrumpió al cetrino. Cuando Jesucristo se repuso, sus ojos se empanaron de lágrimas. A través de ellas miraba con tristeza II su compañero en desgracia.
-¿O todavía tienes esperanzas? -continuó burlonamente el cetrino-. Porque si todavía te sientes tan salsa como allá en Iztapalapa, a ver si te salvas de ésta y nos salvas a nosotros, ñero -soltó una risa.
-Deja de fregar -dijo el del cabello largo-. ¿Qué trais con él?
-Es que me chingan los redentores de los pobres.
-¿Por qué buey?
-Mira cómo acaban, por habladores.
-Si por eso acaban así, vale la pena -el del pelo largo miró cordialmente a Jesucristo-. Me cai que sí.
Por primera vez los policías se interesaban en la platica, aunque trataban de disimularlo. Sus ojos iban de uno a otro de los presos, de aquí para allá.
La camioneta llevaba como quince minutos detenida a causa de un embotellamiento de tránsito, al parecer. Se oían sonar cláxones y de cuando en cuando los gritos de los automovilistas enfurecidos. Con un arrancón repentino la panel reanudó la marcha, pero el recorrido no duró tres segundos: se freno de sopetón y el jalonazo derribo a los presos y a los policías.
El del pelo largo ayudó a sentarse de nuevo a Jesucristo.
Le dijo, muy quedo:
-Si de pura chingadera sales de ésta y tienes por ahí una palanca, no te olvides de mí.
Jesucristo lo miró:
-Tú te vas a salvar -dijo.
-Dios te oiga y nos salvemos los dos.
-Yo no, ya estoy en las últimas -hablaba como si fuera un fuelle, jalando aire-. ¿Y sabes qué me pesa‘?
Que tu amigo tiene razón: fracasé.
-No digas eso, ñero.
-Fracasé -repitió Jesucristo en el momento en que un borbotón de sangre escapó violentamente de su boca.
Se enderezó sobre las rodillas desesperado, ahogándose.
Con las manos crispadas se sujetó el cuello. Se tensaron sus músculos. Se puso tieso. -¡Dios mío ayúdame! -gritó por última vez Jesucristo, y cayó de canto como un chivo degollado.
Salpicados por la sangre los dos presos se lanzaron sobre su compañero. El del pelo largo lo levantó de los hombros mientras el cetrino gritaba a los policías:
-¡Muévanse cabrones! Se está muriendo, díganle al chofer.
Los policías se miraban entre sí desconcertados, no sabían qué hacer. Entonces el cetrino se puso a golpear la lámina que daba hacia la cabina.
-Párense, cabrones, párense.
No por los golpes, sino por un nuevo atorón en el tránsito de la calzada, la camioneta se detuvo. Uno de los policías abrió las puertas traseras, saltó a la calle y corrió hasta la cabina del chofer para avisarle que un preso se le estaba muriendo, se murió ya, quién sabe, no sé.
Fue cuando la calzada comenzó a trepidar. De momento muchos automovilistas no sintieron el temblor, pero cuando vieron a la gente despavorida, cuando los muros de un templo en construcción se vinieron abajo estrepitosamente, el púnico se hizo absoluto.
-¡Está temblando!
- ¡Terremoto!
Gritaba la gente por aquí y por allá. Salía corriendo por las calles. Grandes grietas se abrieron en el pavimento y de un automóvil escaparon los alaridos interminables de una mujer.
Otro muro se derrumbó.
Aprovechando el desconcierto y el miedo de los policías de la camioneta panel, el preso del cabello largo vio las puertas abiertas y salió huyendo a toda carrera. Su compañero quiso seguirlo, pero el policía chimuelo lo golpeó en la cabeza con la culata del fusil. Mientras el cetrino se derrumbaba conmocionado, la mirada del chimuelo tropezó con el cuerpo tendido de Jesucristo: tenía los ojos abiertos, grandes como pelotas, y su rostro se aplastaba sobre el vómito de sangre.
Se escuchaban cláxones, gritos, ruidos horribles.
Un balazo al aire, tardío, trató de parar inútilmente al preso del cabello largo.
-¡Se escapa!
-Se escapó, chingada madre -dijo el policía a su compañero cuando se acabó el temblor pero no el alboroto en la calzada y los alrededores.
El chimuelo no respondió. Miraba y miraba el cadáver de Jesucristo Gómez. Murmuró en voz baja, apenitas:
-Parece como si este tipo fuera no Sé qué.


Sitio de la revista Letras libres. Extraído el 1 de abril de 2010. http://letraslibres.com/pdf/408.pdf

jueves, 1 de abril de 2010

Recordando a Martín Luis Guzmán y la Revolución Mexicana

TRÁNSITO SERENO DE PORFIRIO DÍAZ


Martín Luis Guzmán

Por abril o mayo de 1915 don Porfirio y Carmelita volvieron a París. Mejor dicho, volvió entonces a París todo el pequeño núcleo de la familia: ellos dos, los Elízaga, los Teresa, y Porfirito con su mujer y sus hijos. La explosión de la Guerra Mundial los había sorprendido mientras veraneaban en Biarritz y en San Juan de Luz, y a casi todos los había obligado a quedarse en las playas del sur de Francia el resto del año de 1914 y los cuatro primeros meses de 1915.

En París don Porfirio reanudó su vida de las primaveras anteriores. Fue a ocupar con Carmelita —y los Elízaga, como de costumbre— su departamento de la casa número 28 de la Avenida del Bosque.

Todas las mañanas, entre nueve y diez, salía a cumplir el rito de su ejercicio cotidiano, que era un paseo, largo y sin pausas, bajo los bellísimos árboles de la avenida. Generalmente lo acompañaba Porfirito; cuando no, Lila; cuando no, otro de los nietos o el hijo de Sofía. Su figura, severa en el traje y en el ademán, había acabado por ser a esa hora una de las imágenes características del paseo. Cuantos lo miraban advertían, más que el porte de distinción, el aire de dominio de aquel anciano que llevaba el bastón no para apoyarse, sino para aparecer más erguido. Porque siempre usaba su bastón de alma de hierro y puño de oro, tan pesado que los amigos solían sorprenderse de que lo llevara. “Es mi arma defensiva”, contestaba sonriente y un poco irónico.

Cada semana o cada quince días, Porfirito alquilaba caballos en la Pensión de la Faissanderie, próxima a la casa, y entonces, montados los dos, prolongaban el paseo hasta el interior del bosque. Aquellas caminatas, lo mismo que las otras, le sentaban muy bien: le vigorizaban su salud, ya bastante en declive, de hombre de ochenta y cinco años; le entonaban el cuerpo; le alegraban el espíritu.

Por las tardes, salvo que hubiera que corresponder alguna visita, se quedaba en casa. Era la hora de escuchar las noticias de los periódicos, que le leía el Chato, y de escribir o dictar cartas para los amigos que todavía no lo olvidaban. Porfirito llegaba a poco, y entonces era éste el encargado de la lectura, o, juntos los dos, o los tres —y a veces también con algún amigo—, estudiaban la marcha de la guerra y veían en unos mapas plantados de banderitas blancas y azules las posiciones de los ejércitos.

De la colosal contienda europea, a don Porfirio sólo le interesaba lo estrictamente militar, y esto en sus fases de carácter técnico. Sobre el posible resultado humano y político, ni una palabra. No tenía preferencias por unos ni por otros, o, si las tenía, las callaba, acaso por iguales sentimientos de gratitud hacia franceses, ingleses y alemanes, que lo habían recibido con análogos extremos de cordialidad. Francia lo acogió con los brazos abiertos; el Kaiser le pidió que viniera a sentarse a su lado; en el Cairo, lord Kitchener lo recibió oficialmente en nombre del gobierno inglés.

Un día a la semana su distracción eran los nietos, a quienes profesaba cariño profundo, si bien un poco reservado y estoico. Porfirito, que vivía en Neuilly llegaba con ellos desde por la mañana, para alargarles la estancia con el abuelo. Aunque Lila se mostraba siempre la más afectuosa, él prefería al primogénito, que era el tercer Porfirio.

Por las mañanas, o por las tardes —o a comer con él, con Carmelita y los Elízaga—, a menudo venía también María Luisa, la otra cuñada a quien acompañaba a veces su hijo José. Lo visitaban con asiduidad Eustaquio Escandón, Sebastián Mier, Fernando González, la señora Gavito. De cuando en cuando se presentaba algún otro mexicano de los que vivían en París o que por allí pasaban.

Carmelita lo acompañaba siempre, salvo en la hora del ejercicio matinal. Se desayunaban a las ocho, comían a la una, cenaban a las nueve, se acostaban a las diez. Como el departamento no era muy grande —se componía de un recibimiento, una sala, un comedor, dos baños, cuatro alcobas— aquella vida, sosegada y uniforme, transcurría en una atmósfera de constante intimidad y de un sabor netamente mexicano. Porque a toda hora se entretejía allí con la vida diaria, en lo importante y en lo minúsculo, la imagen de México, y aun había presencias accesorias y otras, mudas, que la evocaban. El cocinero, el criado, las recamareras eran los mismos que con don Porfirio habían salido al destierro desde la calle de Cadena. Algunos de los muebles habían estado en Chapultepec.

También las conversaciones giraban alrededor de México, pero no de México como entidad actual, sino de un México convertido en sustancia del recuerdo. Era Oaxaca, era la Noria, eran matices o anécdotas de la vida, ya lejana, y tan diferente, que se había quedado atrás. Sonriendo recordaba él al viejo Zivy asomado a la puerta de “La Esmeralda” y diciéndole a sus empleados: “Pongan el cronómetro a las ocho menos tres minutos: allí viene el coche de don Porfirio.” A veces comentaba alguna frase de don Matías Romero, o de Justo Sierra, o lo que en tal ocasión había tenido que hacer Berriozábal, o Riva Palacio. De lo del día, de la lucha regeneradora o asoladora —unos se lo insinuaban de un modo, otros de otro—, no había para qué hablar. En esto su juicio era terminante: “Será buen mexicano —decía— quienquiera que logre la prosperidad y la paz de México. Pero el peligro está en el yanqui, que nos acecha.” De allí no había quien lo sacara ni quien se saliera. Sólo un suceso le merecía juicios en voz alta: el crimen de Victoriano Huerta. Lacónico, lo declaraba execrable; y concluía luego, para no dar tiempo a más amplias opiniones: “¡Pobre Félix!”

A mediados de junio empezó a sentirse mal. Le sobrevino la misma desazón de dos años antes en Biarritz, la misma fatiga, los mismos amagos de bronquitis y de resequedad en la garganta. Pero ahora lo acometían más fuertes mareos al mover súbitamente la cabeza y se le nublaba más lo que estaban viendo sus ojos. Le zumbaban los oídos al grado de ahuyentarle el sueño. Se le dormían los dedos de las manos y de los pies.

Por de pronto no hizo caso: su hábito le ordenaba no enfermarse. Luego, consciente de que su malestar se acentuaba, mandó llamar al doctor Gascheau, un médico del barrio, que ya lo había atendido de alguna otra dolencia, ésa más leve, y que le inspiraba confianza y simpatía.

A él Gascheau le dijo que aquello no era nada: el cansancio natural de los años; convenía evitar todo ejercicio, todo esfuerzo; debía descansar más. Pero a Carmelita y Porfirito el médico no les disimuló lo que ocurría: era la arteriosclerosis en forma ya bastante aguda. Como dos años antes en Biarritz, quizá el enfermo se sobrepusiera y se aliviara; pero había más probabilidades de que eso no sucediese.

Don Porfirio dejó de salir. Ahora se estaba sentado en una silla que le ponían junto a la ventana. Desde allí miraba los árboles de la avenida, que diariamente lo habían acompañado en sus paseos. Se entretenía en escribir, de su puño y letra, una que otra carta. Le contaba a Teodoro Dehesa los detalles de su mal. Cansado o absorto, volvía la vista hacia la ventana; contemplaba las puestas del sol.

Cerca de él siempre, Carmelita le conversaba para distraerlo. Procuraba que los temas, variando, lo interesaran. Esfuerzos inútiles; a poco de abordar ella cualquier asunto, el pensamiento de don Porfirio y sus palabras ya estaban en Oaxaca o en la Noria. “¡Cómo le gustaría volver!” “Allá le gustaría descansar y morir.”

El cuidado por el enfermo aumentó las visitas pero se procuraba abreviarlas para que no lo fatigase. Él pedía que le trajeran a los nietos y que los tuvieran jugando allí: eso no lo cansaba. Llegaba Lila con sus halagos; venía el segundo Porfirito a dejarse querer. Había un recién nacido; Luisa, la nuera, se acercaba a la silla, le ponía en las piernas al niño, y entonces él se quedaba mirándolo en ratos de profunda contemplación.

Para ocultar un poco la inquietud —porque todos estaban inquietos y temían revelarlo— Porfirito y Lorenzo comentaban entre sí la guerra, o con Carmelita, o con Sofía, o con María Luisa, o con José. Don Porfirio atendía unos instantes y luego tornaba a su obsesión: “¿Que noticias había de Oaxaca?” “Otros años, por esa época, la caña de la Noria ya estaba así” —aseguraba levantando la mano—. Se detenía en el recuerdo de su madre y de su hermana Nicolasa, o evocaba conversaciones y escenas de tiempos ya muy remotos: “Borges, el segundo marido de Nicolasa, le había dicho una vez esto o aquello.
El 28 de junio tuvo que guardar cama, pero no porque algo le doliera o le quebrantara particularmente, sino porque su desazón, su fatiga eran tan grandes que apenas si le dejaban ánimos de hablar. El hormigueo de los brazos, la sensación de tener como de corcho los dedos de las manos y de los pies, le atacaban ahora más a menudo. Procuraba no mover bruscamente la cabeza para no desvanecerse.

Gascheau, que venía a mañana y tarde, le dijo que sólo eran trastornos de la circulación; que si se sentía mejor en la cama, le convenía no levantarse; acostado sentiría menos los desvanecimientos y no se le nublarían tanto los ojos. “Sí —comentaba él, con acento de quien todo lo sabe—: la circulación”, y paseaba la vista por sobre cada uno de los presentes, para quienes, en apariencia, todo seguía igual. Porque realmente sólo los accesos de tos, por la resequedad de la garganta, parecían ser algo mayores.
Cuando se iba el médico, don Porfirio decía, dirigiéndose a Carmelita, la cual no lo dejaba ya ni un instante: “Es la fatiga de ¡tantos años de trabajo!”

El día 29, hablando a solas con Porfirito, Gascheau advirtió que el final podía producirse dentro de unos cuantos días o dentro de unas cuantas horas. El abatimiento físico, no el moral, empezaba a adueñarse de don Porfirio, que ya casi no se movía en su cama. Ahora tenía mareos continuos, y la resequedad de su garganta se había convertido en molestia permanente.

Esa mañana pidió que viniera un sacerdote. Por la tarde le trajeron uno, español —de la iglesia de Saint-Honoré l’Eylau—, al cual dijo que quería confesarse. Hizo confesión y en seguida se habilitaron altar y capilla para que comulgase. Además de aquel sacramento, recibió ese día la bendición apostólica, que le trajo el padre Carmelo Blay, un sacerdote mexicano del Colegio Pío Latino de Roma, a quien él conocía. Don Porfirio manifestó extraordinaria beatitud al verlo y puso visible atención a las sagradas palabras. El padre Carmelo Blay también lo ungió con los santos óleos.

A media mañana del 2 de julio la palabra se le fue acabando y el pensamiento haciéndosele más y más incoherente. Parecía decir algo de la Noria, de Oaxaca. Hablaba de su madre: “Mi madre me espera.” El nombre de Nicolasa lo repetía una y otra vez. A las dos de la tarde ya no pudo hablar. Era una como parálisis de la lengua y de los músculos de la boca. A señas, con la intención de la mirada, procuraba hacerse entender. Se dirigía casi exclusivamente a Carmelita. “¿Cómo?” “¿Qué decía?” “¡Ah, sí: la Noria!” “¿Oaxaca?” “Sí, sí: Oaxaca; que allá quería ir a morir y a descansar.”

Se complació oyendo hablar de México: hizo que le dijeran que pronto se arreglarían allá todas las cosas, que todo iría bien. Poco a poco, hundiéndose en sí mismo, se iba quedando inmóvil. Todavía pudo, a señas, dar a entender que se le entumecía el cuerpo, que le dolía la cabeza. Estuvo un rato con los ojos entreabiertos e inexpresivos conforme la vida se le apagaba.

Perdió el conocimiento a las seis. Por la ventana entraba el sol, cuyos tonos crepusculares doraban afuera las copas de los castaños: los rayos, oblicuos, encendían los brazos y el asiento de la silla y casi atravesaban la estancia. Era el sol cálido de julio; pero él, vivo aún, tenía ya toda la frialdad de la muerte. Carmelita le acariciaba la cabeza y las manos; se le sentían heladas.

A las seis y media expiró, mientras a su lado el sol lo inundaba todo en luz. No había muerto en Oaxaca, pero sí entre los suyos. Rodeaban su cama Carmelita, Porfirito, Lorenzo, Luisa, Sofía, María Luisa, Pepe, Fernando González y los nietos mayores.

Se llenó la casa con funcionarios de la República Francesa y con delegados de la ciudad de París. Vino el jefe del cuarto militar del presidente Poincaré; se presentó el general Niox, que había recibido a don Porfirio a su llegada a Francia y le había puesto en las manos la espada de Napoleón; desfilaron comisiones de los ex combatientes. Acababa de morir algo más que una persona ilustre: el pueblo de Francia rendía homenaje al hombre que por treinta años había gobernado a otro pueblo; el ejército francés traía un saludo para el soldado que medio siglo antes había sabido combatirlo. Pero eso era el valor oficial: el duelo íntimo quedaba reservado para el país remoto y presente. Porque lo más de la colonia mexicana de París acudió en el acto trayendo su reverencia, y otros hijos de México, al conocer la noticia, llegaron desde Londres, desde España, desde Italia.

Quiso Carmelita que se hicieran honras fúnebres. El servicio religioso, a la vez solemne y modesto, se celebró en Saint-Honoré l'Eylau, y allí quedó depositado el cadáver en espera de su tumba definitiva. Año y medio después se sacaron los despojos para llevarlos al cementerio de Montparnasse. El sepulcro es una capilla pequeña, en cuyo interior, sobre una losa a modo de ara, se ve una urna de cristal que contiene un puño de tierra de Oaxaca. Por fuera, en lo alto, hay inscrita un águila mexicana, y debajo del águila un nombre compuesto de dos palabras.

Rugía en México la lucha entre Venustiano Carranza y Francisco Villa. El 2 de julio Carranza recibió en Veracruz un telegrama que lo apartó un momento de las preocupaciones de la contienda. El mensaje venía de Nueva York y, conciso, decía así:
“Señor Venustiano Carranza, Veracruz: Prensa anuncia estos momentos hoy siete de la mañana murió en Biarritz el general Porfirio Díaz. —Salúdolo afectuosamente.— Juan T. Burns.”

México, septiembre de 1938.

Guzmán, Martín Luis. “Tránsito sereno de Porfirio Díaz”. En Material de lectura. Publicado por la UNAM en su sitio web. Extraído el 1 de abril de 2010. http://www.materialdelectura.unam.mx/index.php?option=com_content&task=view&id=111&Itemid=30&limit=1&limitstart=5